EL ALIVIO DE ESCRIBIR
Soy el casual mensajero que
presencia tu milagro cada día. Soy un país trascendentemente despoblado,
estacionado en la espera de tus afluentes, de las grietas y los cauces que
orquestará la lluvia sobre estos valles y llanuras, donde pastan las ovejas, ya
versadas por otros hombres de palabras.
No es mi oficio el de escribir,
pero me desentiendo de tareas más arduas que puedan, como esta, aliviar los
pesares de la vida por instantes, muchas veces fugaces y otras muchas, vanas.
Pero es bueno agradecer y creer en los milagros posibles, cuando los ríos del
entendimiento se desbordan y arrasan con todo. Se llevan tus sueños y los míos,
los del vecino franco que tendió sábanas blancas ayer, a pesar de todo. Esta
mañana, ya pasada la tormenta, yo extendía uno a uno mis hijos primordiales,
ancestrales ojos aún por abrir en mi colmena, que lloran y sufren por las
noches, en el sueño. Hoy todo parece diferente, aunque ayer también lo parecía.
Yo no hablo por mí, hablo por muchas bocas cegadas de tristeza y desdén, hablo
de memoria, hablo de oído, sin partitura y escribo, sobre folios blancos, lo
que leo en mis brazos y en mis piernas.
Has descifrado el laberinto, has encontrado la huella, has cogido la llave, para abrir puertas y ventanas y derramarte sin pausa sobre los blancos lienzos.
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