CUERPO DE DOS
CUERPO DE DOS
Ella estuvo condenada a enamorarse una y otra vez del mismo
hombre. De los mismos ojos, de los mismos labios, de la misma voz, que desde el
brocal del pozo le decía: te amaré
siempre.
Pero siempre era mucho espacio a recorrer, cargando tantas
incertidumbres y tristezas. Él lo sabía y ella, también. No obstante, al abrir
los ojos, había vuelto a reencontrar los sueños venideros, y de sus pestañas
brotaban caricias del hombre que por las noches se tendía a su lado, sin
despertarla, hasta el amanecer. Mientras dormía le hablaba al oído nombrándole
todas las verdades, las luces y las sombras de su alma. Ella soñaba, mientras él
le acariciaba el pelo, envolviendo su desnudez con aliento oceánico. Le hablaba
de lugares extraños que ella traería a este lado, para que brotasen como
semillas que germinan en un frasco de cristal. Desconocía la procedencia de cada
semilla, pero se estremecía al ver cada tallo, cada raíz visible y los primeros
brotes de hojas, íncubos del amor que él le relataba. Con el paso del tiempo las
semillas fueron cientos, miles y de a poco poblaron todos los rincones de su
casa.
Un día él dejó de abrazarla, de hablarle al oído y de
acariciar su pelo. Entonces ella dejó de soñar, por lo que no hubo más semillas
que germinasen en su hogar. Cada mañana buscaba en sus pestañas, en su rostro
vacío. Olía su cuerpo para recordar aquel perfume tan amado, pero todo, de
repente, había desaparecido. Entonces no tuvo dudas: sin palabras, sin sueños,
sin abrazo, sin amor, sólo quedaba el brocal yermo. Se acercó lentamente, con el
convencimiento de que aquella mañana sería la última. Lo llamó una vez por su
nombre, pero no hubo respuesta, salvo el eco de su cuerpo.
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