LA MUJER QUE SUEÑA



La noche tenaz, azul, despliega su cuerpo sobre el altar donde mora la greda, el viento y los rebaños que se agolpan en el sur, ante las puertas de la eternidad.
Las metáforas, que pastan en la frente de una mujer dormida, inmolan frases sobre el torso de la noche, que nunca descansa y se prodiga ancestral, en el eco de los trenes y los parques. Entonces, hacia el alba, las cavidades estallan en la blancura de la espuma, erguida en el centro de la trama. Ella se embriaga de asombros y se viste de flores o palabras, derramadas sobre el lomo de las plazas, cuadradamente perfectas, sujetas a una geografía irreverente, absoluta, donde los perros, a deshora andan por la calle; sin lazos, desprovistos de asombro, a contramarea y contramano.
Hay una estación, en la que ella, cada noche, desciende puntual, pasajera de la lluvia, que atraviesa su cuerpo y la entrega, al destino de los astros. Es, en esencia, la ciudad quien la reclama y añora. Su alfabeto está repleto de calles, de trayectos vigentes, por donde los sueños discurren, inmersos en los afluentes del río, que se interna sin temor y sin pausa, como una serpiente, en el vientre de la noche.

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