LA BUENA MEMORIA.

Habían sido felices. No siempre, pero lo habían sido, aunque en ocasiones, él prefería estar a solas, sólo para saber que ella volvería.
Los ecos de su risa formaban parte del universo común, en el que el rumor cotidiano, el aroma del café y el alarde estridente de los pájaros en el patio, eran su partitura más querida. Nunca se lo dijo, pero ella, tal vez lo sabía, como sabía tantas otras cosas que a él le hacían la vida menos dolorosa.
Algunas tardes bajaban al patio, sin mirarse, y contemplaban el clamor de las hojas iridiscentes, la enamorada del muro y las flores del jazminero real. En un extremo, el pequeño limonero era feliz, o eso creían. Entonces, otra vez, ella sonreía, mientras él miraba sus manos, que le parecieron bellas, desde la primera vez que la vio y supo que estarían juntos mucho tiempo.
Por eso, él ahora vaga descalzo, buscando otra vez el clamor de las hojas ciegas, de sus manos y su risa, que se han ido, con el aroma del café y el bullicio de los pájaros. A veces llora, aunque sabe que este hecho no cambiará nada. Entonces piensa: todos, a veces lloramos, para que las palabras no dichas vayan saliendo, viéndose, por fin, de cuerpo entero, entre los rayos del sol.

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