AÑO CERO
A estas alturas, cuando los albores del año son un mero espejismo, sueño.
Sueño con miradas tersas, con las manos que encontré, de solo andar, día tras
día. Sueño y despierto de la angustia, del amanecer sin ojos, pensando que
mirar atrás sigue siendo una falacia natural, inculcada desde antes, en las
entrañas del niño que alguna vez fui y se fue.
A estas alturas del año dos-mil-doce, pensaba en volver, dejarlo todo y
volver. Pero hay puertos irrenunciables, insoslayables, y yo, en la breve
tiranía de la razón, porfío a brazo cierto, por dejar un poco, sólo un poco de
alma en cada uno: en los ojos o las manos de mis hijos, en los accidentes de la
palabra o el multicolor jirón de las cuerdas, que tanto me aman cuando sé tañir
la nota justa; también hablo de otros universos ciertos que he visitado en estos
meses, almas nobles, amigos rescatados, abrazos lejanos, sentires inviolables
que creía perdidos, la risa, la salvación de la risa tuya, o mía, la de más
allá, que se extiende sin pausa ni frontera por la red monumental de nuestras
manos. Agradezco, desde la trastienda de mi humildad, a quienes me han hecho reír
y también llorar, porque parece ser que ambas emociones se contienen, la una a
la otra, como contengo el aliento ahora mismo, para que mi corazón respire y no
golpee más antes del alba.
Cierro los ojos y vuelvo a verlo todo. Podría nombrar cada adjetivo o
cada verbo que he parido en este año último, que ha sido, a pesar de la
violencia, de la caída libre, un fragmento musical de la materia, que me ha
devuelto a la vida, de esta forma tan radical y compartida.
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