ARROYO DEL ALMA

El niño, de pie junto al arroyo, siente galopar al Bayo que lleva en su interno hemisferio. Titilan sus ojos frente al reflejo de su boca en el agua que, a esta hora desciende convencida de su constante grito, que regala una versión honesta de la tranquilidad.
Ah¡ qué lejos ha quedado la hora del pan caliente, el habitado esplendor del canto de un mirlo que cedió su nobleza al despertar.
No existe ahora más que el arroyo, los ojos del niño y el recuerdo del crujido de la corteza del pan, al morderla. Lo demás se ha detenido en un solo instante y la pelota multicolor se eleva plácida, perpendicular al suelo, para detenerse una fracción de segundo en la altura. Cae, y un pie descalzo del niño la hace cambiar de forma mientras presiona. Él ríe después de soltar un sonido que lo retiene también en la concavidad de la mañana. Ha olvidado ya el amanecer, la fronda gris de los árboles, y que mañana, seguramente volverá a dibujar sus labios sobre el agua.
Bienaventurado. Bienaventurada la dulzura del ángel.

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