MADRE



Se ha recostado, la espalda contra las baldosas frías, en la galería que da al sur. No ve más que una fracción del cielo que hoy posee una luminosidad ensordecedora. Es verano. Pero si mira en dirección vertical, sólo puede ver el entramado leñoso que conforma el techo. En el observa infinidad de oquedades, imperfecciones propias del paso del tiempo y la intemperie. Ve rastros y siluetas dejadas por la humedad, telas de araña minúsculas, entresijos, luz y oscuridad. Luz y oscuridad. Esto le lleva de la mano al recuerdo del terror que sentía al volver a su casa cuando era niño. Terror a la violencia silenciosa, al abismo del desamor enquistado en cada poro de la casa, en la opacidad recurrente de los ojos de ella, su madre. No obstante, su memoria ha logrado filtrar ciertos fragmentos de este naufragio y lograr que el recuerdo sea más soportable y le permita poner luz a esa mirada afectuosa, incondicional. Ella siempre le abrazaba contra su pecho cálido, le acariciaba el pelo y le decía que todo, tarde o temprano, termina. Lo bueno y lo malo. Entonces, su corazón, el de él, no entendía la certeza de que algún día ella ya no estaría para sosegar estos abismos. Esos que hoy lo siguen despertando a horas inciertas de la madrugada, aún sin entender su partida cierta, veraz, irrepetible, irremediable.

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